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UN ESPACIO DE EXPRESION DE LOS ESTUDIANTES DE COMUNICACION SOCIAL

REPORTAJE

 
 
 

 

TRANQUILO, QUE AHORA QUEDA BIEN ‘PINCHAO’

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11 Mayo 2007
Actualizado: 10:45 Cali, Colombia.

Por Katherine Muñoz Osorio

El Hospital Universitario del Valle u Hospital Departamental, es quizás el más importante del sur occidente colombiano y por eso, aquí acuden personas heridas y enfermas de este sector del país.  Para llegar a él es necesario tomar la calle 5ta y saber dónde queda el Parque de las Banderas o Panamericano, o mejor aún, ubicar el Estadio Pascual Guerrero.  Esta parte de la ciudad, que en otros tiempos fue adecuada para recibir las delegaciones deportivas de los Juegos Panamericanos, hoy se encuentra  destruida por la construcción del servicio de transporte masivo y atestada de vendedores ambulantes, que acuden día  a día al hospital para buscar su sustento.

Cuando la gente dice que ‘la calle es una selva de cemento’, parafraseando la canción de Héctor Lavoe, tiene toda la razón.  Es una selva no sólo porque es calurosa y polvorienta, sino porque está llena de animales. Una de las especies reconocidas en este sector son los lagartos, identificados no por su bello color ni por la extensión de su cola, sino por su astucia al cazar.

Lagarto es la denominación que se da a los vendedores de las funerarias que se paran a la salida o entrada de la zona de urgencias del hospital.  Buscan rostros tristes y cansados, y les ofrecen paquetes fúnebres para despedir a sus familiares recién fallecidos o a punto de hacerlo.  “Nosotros estamos para servirle a la gente”, dicen todo ellos, y sí que lo hacen porque definitivamente hay que ser un experto para saber qué hacer con un cuerpo muerto.   

La Funeraria San Fernando es una de las tantas funerarias que rodean el Hospital Departamental y es quizás la más bonita.  Tiene puertas y ventanas con vitrales de colores, es grande, de piso blanco y asientos cómodos.  Cuenta con tres salas de velación, una morgue, baño y oficinas en el segundo y tercer piso.  La mayoría de los trabajadores de esta funeraria son hombres, la única mujer es la secretaria.

Gerardo es el tanatólogo y a veces el chofer de la funeraria, lleva muchos años trabajando en este campo y dice haber aprendido en el oficio. Antes, Gerardo era panadero y por un amigo suyo entró en el negocio. Él le enseñó todo lo que hoy sabe y luego se certificó con Medicina Legal.  Toda su vida gira en torno a la muerte, incluso a su esposa la conoció cuando estaba “prestando un servicio”, como él mismo dice.

Las cifras oficiales afirman que hay un muerto diario en la ciudad, pero la verdad es que Gerardo arregla en promedio tres muertos diarios, y en la actualidad funcionan alrededor de treinta funerarias, lo cual indica que trabajo es lo que hay.

En una de las salas de velación está un cuerpo que en pocas horas será enterrado porque casi completa las veinticuatro a las que tiene derecho.  Sólo lo acompaña uno de sus familiares, una mujer que debido al cansancio, duerme en las sillas del recinto.  En el segundo piso están el jefe y sus asesores comerciales, término que le da estatus al oficio de vendedor.  Llenan papeles de contratos con personas que han utilizados sus servicios, concretan horas de trabajo y llegada de nuevos clientes.  Por las escaleras sube un hombre al que lo embarga una profunda melancolía.  A ese señor se le murió la mamá la semana pasada.  La mató un bus cuando pasaba una calle en el centro y su rostro quedó destrozado.  Esos son los muertos que me gusta arreglar, los que tienen bastante trabajo, dice Gerardo, mientras trata de escuchar lo que le dice aquel hombre a su jefe.

La sala del segundo piso está fuera de servicio por el momento porque acaban de llegar ataúdes nuevos. Ataúdes con formas, colores, precios y por supuesto, nombres distintos: el ermita, gris, con barandas y vidrios que simulan la catedral; el copón, un ataúd ovalado con acabados mate o en esmalte; el tapa cruz, que como su nombre lo dice, sencillamente tiene una cruz en la tapa.  Estos ataúdes cuestan desde 300 mil pesos y pueden llegar al millón si son fabricados en metal.

En esta sala Gerardo espera la llegada de un muerto que tuvo un accidente de tránsito la noche anterior.  El jefe le informó que llegaría a las cinco de la tarde.  Son las 11 de la mañana y el tanatólogo está desesperado porque no le gusta quedarse por ahí rondando sin nada que hacer.  La funeraria está muy tranquila, los rezos del primer piso no se oyen, quizás porque no hay nadie rezándole a los dos féretros que ahora se encuentran expuestos.

  La calma es interrumpida de un momento a otro por la llegada de una familia completa que se sume en un mar de lágrimas.  Son los familiares del cuerpo que llega a las cinco.  Llegaron el papá, la mamá y los tres hermanos a escoger el ataúd en el que será enterrado el joven que se accidentó en una moto. Uno de los vendedores se dispone a atenderlos y les muestra uno por uno los féretros.  Una decisión que parece tan sencilla, les tomó casi media hora, hasta que finalmente eligieron un tapa cruz, gris, con acabado en esmalte. 

Esta familia es el típico ejemplo de los nuevos ricos de la ciudad, los ‘traquetos’, que la gente fácilmente reconoce por sus mujeres ensiliconadas, sus celulares de última tecnología, su ropa brillante, sus zapatillas con cámaras, y por supuesto, en este caso, por escoger el ataúd más ostentoso, aunque no por eso el más caro.  Mientras unos se sientan con el jefe a hacer todo el papeleo, otros se van a Medicina Legal a esperar el cuerpo.

Las funciones en esta funeraria se confunden un poco y más cuando hay tanto trabajo como en estos momentos.  Gerardo contesta el teléfono y anuncia la próxima llegada de un cuerpo.  Se trata de un hombre que murió en la madrugada y que uno de sus compañeros trae en camino.  Se demora por ahí unos quince minuticos en llegar”.

La espera es larga, teniendo en cuenta que la ciudad está semidestruida a causa de las obras en las vías.  Gerardo se va a la panadería de la esquina a comer algo mientras tanto porque ya casi es medio día y no ha desayunado.  Llega un carro fúnebre y se estaciona como puede en el andén frente a la funeraria y bajan el cuerpo de un hombre alto en una camilla metálica.  Gerardo viene corriendo por la calle, entra a la funeraria detrás de su compañero que lleva el cuerpo y atraviesan la sala de velación que ahora sí está llena de dolientes.  Abre la morgue y entra por fin a trabajar, dejando detrás suyo la mirada expectante de los dolientes que paran sus rezos para que pase el muerto.

La morgue es un cuarto un poco frío,  pero no porque técnicamente tenga refrigeración para preservar los muertos ni nada de eso, sino que sencillamente el clima es diferente, aunque puede ser simple sensación de miedo.  Este sitio está dividido en dos partes; una donde está la bicicleta de Gerardo, la basura resultante de la preparación, la camilla en la que acaba de llegar el paciente y el armario donde se guardan los utensilios de trabajo.  La otra parte de la morgue es un cuarto, que parece más un baño, con dos tanques pequeños en el piso por donde se va la sangre disuelta en agua, un extractor de gases gigante que se encuentra en el techo, ubicado estratégicamente sobre la camilla o bandeja de preparación, y un inyector con el que se llena el cadáver de formol.

Gerardo se pone un overol azul turquí, unas botas de caucho y un delantal de cuero sintético que le da un aspecto más de carnicero que trabaja en un frigorífico, que de tanatólogo.  Lucha por ponerse una máscara de gas igual a la de las películas de ciencia ficción, pero es tan difícil que se rinde con un leve manoteo y mejor se pone los guantes quirúrgicos.  Su paciente lo espera acostado en la bandeja con unas medias cafés y un pañal para la incontinencia.

-¿De qué se murió este hombre? -“yo no sé, seguramente de alguna enfermedad porque mire que está con pañal.  Seguramente era diabético o algo así”es lo que responde el tanatólogo.  Su forma de trabajar no es para nada ortodoxa, Gerardo ni siquiera sabe de qué mueren los cuerpos que él arregla y sin ningún escrúpulo se acerca a ellos, los toca y los interviene.  “Uno con el tiempo se vuelve todo un carnicero”, eso es lo que él opina de su oficio que a simple vista se ve que disfruta, no como un enfermo macabro, sino como alguien que ve a los muertos como verdaderos clientes que necesitan de su cuidado y de su creatividad para dejarlos como si aún vivieran.

Sin saber nombre, edad, ni la causa de la muerte, Gerardo procede a quitarle todo lo que este hombre trae encima, incluyendo la mugre.  Abre la manguera y baña con cuidado al señor.  Luego prende el extractor de gases, toma pinzas y un cuchillo metálico que cumple la función de bisturí y hace una incisión en la pierna derecha del cuerpo, del que brotan los músculos, la grasa y finalmente la vena que será intervenida.  Prende un viejo inyector que consiste en un pequeño tanque en el que se disuelve cierta cantidad de formol en un litro de agua que queda con el aspecto de un fresco Royal de fresa.  Este tanque reposa sobre una caja metálica en la que se encuentran una válvula que regula la presión con la que sale el líquido y un barómetro que debería indicar el nivel de presión, pero que evidentemente no lo hace porque su aguja nunca se mueve.  De este rudimentario aparato sale una manguera con una gran aguja metálica que Gerardo clava en la vena.

Algo sale mal porque el formol se derrama por todas partes.  El tanatólogo rompió la vena y ahora debe intervenirla en otro sitio. El anterior lo pellizca con las pinzas y busca un pedazo de alambre viejo que, sabe, debe tener por ahí para amarrar la vena y evitar que el formol se riegue de nuevo. 

Inyectar un litro de formol en el cuerpo de alguien se demora alrededor de 10 o 15 minutos.  Gerardo apaga el inyector y envuelve la manguera en el tanque con sus ojos aguados, no por la tristeza, sino por el gas que ha expedido el formol al derramarse y que lo ha afectado por no usar la máscara.

El siguiente paso es extraer los cinco litros de sangre que se encuentran dentro del cuerpo.  Abre una llave que hay en la pared y que hace parte de un raro sistema: por un lado absorbe, se llena la manguera y al pasar por la llave se revuelve con el agua y se va directo al tanque que está en el piso.  Este extractor en la punta de la manguera tiene un largo, grueso y puntiagudo tubo de metal que Gerardo clava cual puñal en el costado izquierdo del muerto, moviéndolo como un cirujano practicando una de esas liposucciones televisadas en discovery.

-Usted  ya puede matar a alguien“Noooo, ¿cómo se le ocurre? Yo por eso no peleo. No”.  Y menos mal no lo hace, porque definitivamente Gerardo está preparado para clavarle un puñal a una persona, además conoce el sitio certero.  El olor a formol ha pasado un poco y ahora huele a muerto, a carnicería de pueblo…a dolor.  El tanatólogo mueve el tubo por todo el tórax, y por momentos parece reclavarlo internamente.  “Aquí lo que estoy haciendo es reventar los órganos para que no le quede ni una gota de sangre adentro… ¿si ve cómo pasan los coágulos de sangre por la manguera?”. Uno de sus compañeros toca la puerta y entra. Las voces se pierden entre el sonido sordo del extractor de gas que está en el techo, así que al terminar de hacer la ‘hemosucción’ y dejar el cuerpo esbelto, Gerardo lo apaga para poder seguir hablando. 

Lo que ha venido a decirle el vendedor es que por favor le ponga bolsas al ataúd por dentro antes de meter al muerto, porque éste va a ser cremado y el féretro sólo se lo van a prestar, entonces hay que evitar que se ensucie.  Otros hombres entran el ataúd y lo dejan al lado de la bicicleta.

El cuerpo ya está técnicamente listo para durar expuesto veinticuatro horas en la sala de velación.  Lo único que falta es la parte estética.  “Este señor está como cadavérico ¿no le parece? Tranquilo, amigo, que ahora lo dejo bien pinchado”, le dice Gerardo a su paciente mientras se quita los guantes que ya le están fastidiando.

 

-Y ¿ahora vas a coserle las incisiones?“No, yo se las pego”.  Cualquiera podría imaginarse que con esta expresión se refería a cauterizar las heridas, pero no.  Cuando Gerardo dice que va a pegar la piel, lo hace literalmente.  Toma un tubo de pegante instantáneo y con cuidado cierra con sus dedos la herida, le vierte pegante y espera un momento a que se seque.  Sorprendentemente pega y queda bien asegurado.

Del armario, Gerardo saca una cuchilla Minora, de esas cuadradas que ya nadie usa, y empieza a afeitar el rostro del señor.  El trabajo toma unos cuantos minutos y colma la paciencia del tanatólogo porque la cuchilla ha perdido su filo. Cuando por fin termina, vuelve y abre la manguera para bañarlo de nuevo y quitarle todos los pelos que se le han pegado al cuerpo.  Al estregarlo con una esponja de loza, le desprende un poquito de la capa más superficial de piel del pecho, “eso sucede porque seguramente antes de morir le aplicaron mucha droga.  La piel se pone muy débil”.  Le queda un círculo blanco entre la piel trigueña.  Gerardo busca con que secarlo, y encuentra la sábana con la que lo trajeron de la clínica, la rompe y lo seca.  Busca algodón en unas bolsas que están en el piso y comienza a tapar las fosas nasales y la boca para que no le salgan gases.

Para dejarlo ‘pinchado’ como dice Gerardo, aún falta recomponerle las facciones del rostro.  Así que llena una jeringa gorda con formol y se lo inyecta como si fuera botox o colágeno.  Comienza clavando la aguja en los orificios lagrimales para realzarle los ojos, luego le inyecta los pómulos y se los moldea con la palma de la mano.  Finalmente le revitaliza los labios y éstos hasta cambian de color.  Deja la jeringa a un lado y le saca los pies de la bandeja para ponerle las medias y los pantalones que los familiares le han traído en una bolsa.  Gerardo se acuerda de que el muerto traía ya unas medias, así que le pone doble “por si le da frío en el más allá”.  Mueve el cadáver como si se tratara de un gran muñeco articulado, sólo que éste es más tieso que cualquier otro.  Le pone la camisa y trata de acomodarle los rizos entre negros y canos.

Todo lo ha hecho en media hora.  Falta solamente meterlo al ataúd que lo espera lleno de bolsas. Coge una correa del armario, pero no para asegurarle el pantalón ni darle más presencia, se la pone en el cuello al muerto y lo toma de las piernas para cargarlo y meterlo al féretro. El cuerpo no cabe, este hombre de aproximadamente unos cincuenta y ocho años es muy alto, así que Gerardo le disloca los tobillos y lo acomoda como puede adentro.

El Hombre que al momento de su muerte había quedado literalmente ‘en los meros huesos’, ahora se ve rozagante a través del vidrio del ataúd a la espera de que desocupen una de las salas de velación a la que ya casi se le acaban las veinticuatro horas.  Mientras tanto, Gerardo se quita la ropa de trabajo, se monta en la bicicleta y se va a almorzar mientras son las cinco de la tarde para arreglar el próximo cuerpo que llegará.

 
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